viernes, 18 de mayo de 2012

Merecido descanso de fin de semana


imagen: Irisz Agocs
 
Hoy casi me eloctrocuto. Como lo lees. Se me ha ocurrido cortar el césped y digo se me ha ocurrido porque esa tarea recae en papá. Un papá alérgico que no pasa por su mejor momento y al que he querido evitar una crisis en el jardín. Y allí he ido yo que puedo o creo que puedo con todo, he subido la cortadora de césped y un cable industrial de 25 metros que he entendido usa mi marido como alargador. La tarea era sencilla. Conectar cable de cortadora a ladrón del cable industrial, apretar botón rojo más manillar y caminar en líneas rectas sobre el manto verde, en una especie de ir y venir. Bien, el ir no lo he hecho del todo mal  pero al volver sobre mis pasos he debido enganchar el cable y lo he segado partiéndolo en dos, tal cual. Ha saltado el cuadro de la luz de toda la casa y he tenido suerte de no saltar yo por encima de ella. No se me va a ocurrir de nuevo coger esa máquina. Lo prometo.

Tan nerviosa me he puesto que se me ha caído el vaso de agua que bebía para tranquilizarme. Mil pedacitos de cristal esparcidos por la encimera de mi cocina, dispersos por el suelo y escondidos detrás de la cafetera y debajo del frigorífico. Vale, recogidos y a la basura pero como hoy estoy, parece ser, tocada por la magia de los dioses, al retirar la bolsa me he clavado un cristalito en la pierna y tremenda es la brecha de recuerdo que voy a dejarme. 

En fin, a todo esto, hoy es viernes. Acabo de acostar a mis pequeñas, agotadas tras un día cargadito de emociones. Pizpireta ha invitado a una amiguita a casa esta tarde, han saboteado el armario y las pinturas y se han amotinado en el cuarto de baño. Pitagorina y ella han acabado la tarde en la piscina (curso de natación) y el día suplicando irse a dormir. A todo esto, la pequeña Dalsy (mi pequeño cachorro Golden) se ha contagiado del entusiasmo de tanto niño por casa y lo mío me ha costado tranquilizarla. Dos gavetas de plancha después haciendo tiempo para que papi llegue, yo me siento a escribir esta entrada, creo que más por desahogarme de un día agotador que por contaros algo de interés. Buenas noches y feliz fin de semana desde el túnel. 

martes, 8 de mayo de 2012

Fragmento del libro "Mujer en Gris". Autora: Silvia Salgado Sevillano


Lo que voy a hacer ahora es una barbaridad o mejor, una temeridad. Es también curiosidad. Los escritores amateurs desconocidos como yo sufrimos lo indecible para ver publicadas nuestras obras. Picamos puertas ya cerradas o que son difíciles de abrir. Somos los músicos del metro. Nos hartamos de mandar manuscritos que no llegan a leerse jamás.  Aquí lanzo mi osadía, porque yo quiero que me lean, que las palabras con las que batallo cada día te lleguen a ti también. No quiero un único crítico, quiero muchos lectores críticos y quién sabe, maravillas de la red social, quizás algún loco editor se interese si a ti te gusta. Voy a aprovechar mi querido “eltuneldelhada” y voy a robarle un pequeño espacio para que tú leas un fragmento de la novela que escribo. Si te gusta, hazlo saber, click en me gusta, comparte, me animarás a seguir escribiéndola.


Fragmento del libro “Mujer en Gris”.
Autora: Silvia Salgado Sevillano



Pantaleón Fernández Carrión era mi abuelo. Había nacido en el seno de la familia más ilustre de Marchena y vivido en la casa con más solera del pueblo. No le faltó de nada y sólo fue pobre en afecto. Su madre, joven y hermosa tanto o más que frágil y enfermiza no sobrevivió al primer llanto que lanzó el bebé y que, cuentan, rompió el paso de la procesión del Silencio aquella madrugada de Jueves Santo.
Su padre no quiso verlo hasta cumplidos los cinco años en que regresó de un largo viaje por las américas, con las arcas más llenas, el corazón agriado, nueva esposa y otro hijo en camino. La Tata Fernanda había amamantado a Pantaleón desde el primer día y era lo más parecido a una madre que éste había conocido. Fernanda era bruta en sus maneras pero noble de corazón y Dios sabía que ella quería a ese niño con locura. El Señor, como ella llamaba al padre de Pantaleón, la había traído desde Carmona, recomendada por el médico que atendió el parto de mi bisabuela. Fernanda sintió sincero afecto por ese niño nada más verlo. A duras penas podía con él pues Pantaleón había nacido fuerte y grande y Fernanda era pequeña y delgada, sólo tenía pelo, un pelo largc, negro y ondulado que enmarcaba su cara redonda y hacía juego con sus almendrados ojos también negros. Llegó con lo puesto: el vestido de los domingos que le había hecho su madre a su hermana Carmela, con la tela estampada a flores de un mantel de herencia y los puños blancos y el cuello angosto y redondeado, color azulón. “Te lo presto”, le había dicho Carmela al despedirse, “tienes que dar buena imagen ante esa gente”. Fernanda había abrazado a su madre y a su hermana a sabiendas que tardaría en verlas pues el Señor le exigía todo su tiempo a cambio, eso sí, de un buen jornal que bien serviría para aliviar las penurias de su casa y que ella se encargó durante años de hacerles llegar todos los meses.

Fernanda llegó a Marchena en el carruaje del Señor, mareada y conteniendo las náuseas, era la primera vez que salía de su pueblo y la primera vez que montaba en algo que no fuera la mula de su tío Manuel. Cuando por fin llegaron se quedó maravillada por la fachada de aquella casa, la más bonita que nunca había visto, con su portada de ladrillo dintelada, flanqueada por pilastras y con el escudo de los Fernández Carrión en la clave. Apenas pudo entretenerse en ver el patio interior pues la gobernanta, doña Ana, sostenía al chiquillo que aullaba de hambre. Los dos se instalaron en la habitación del servicio que se comunicaba con las cocinas y el patio trasero. Y a golpe de llanto, cogido a su pecho, desahogó mi abuelo el desapego paterno y se consoló Fernanda por el hijo que semanas atrás había perdido. “Has tenido suerte, hija”, le había dicho su madre que la había acunado como la niña que todavía era cuando llegó desgarrada y ensangrentada de la casa del boticario carmonense en donde se había colocado como cocinera. Ocho meses estuvo llorando Fernanda, hasta que le subió el azúcar y respiró aliviado el boticario. Tenía 14 años.

Pantaleón creció sano como un roble, hasta Fernanda engordó. La casa olía a delicioso pan y ricos postres que luego se llevaban a cocer al Horno y  estaban  los guisos que doña Ana preparaba con esmero: arroz con puchero, papas con tomate y cazón eran los platos preferidos del pequeño que crecía fuerte sin preguntar jamás por su papá o su mamá, como si supiera que cualquier respuesta posible sería incomoda y dolorosa. De vez en cuando llegaban cartas del Señor. Nunca preguntaba por su hijo si bien anunciaba la llegada de un tutor para que lo instruyera o solicitaba que Luis le enseñara a montar a caballo y lo llevara al campo para conocer los olivares
El Señor era un rico hacendado, conocido en la campiña sevillana por su buen aceite y sus manejos con la administración. Hijo único, había recibido una estricta educación en internados de Suiza. Se había formado en leyes pero para disgusto de sus padres, a su regreso, no quiso quedarse en Sevilla dónde ya le habían asegurado un buen puesto como ayudante del secretario en la casa de los Duques de Alba. Él lo tenía claro. Regresaba a su pueblo y al campo, al cortijo y su almazara. En sus fríos años de estudiante había añorado el olor a trigo y a aceite, el sonido de los molinos harineros del río, el repicar de las campanas de la iglesia de San Miguel, los molletes con manteca colorá, la procesión del Corpus y el ruido de las suelas de sus zapatos sobre las blancas calles empedradas cuando corría a casa. “Está bien hijo”, había cedido su padre. “En cualquier caso yo ya voy siendo viejo y alguien tiene que llevar los negocios de esta casa”. Los negocios de los Fernandez Carrión eran varios: ganado, cereales y olivares. El Señor se puso al frente de todos con decisión pero sus grandes proyectos estarían en la almazara. Los campesinos que trabajaban sus tierras hicieron correr la voz en el pueblo de que el joven Fernandez Carrión  había desmontado su caballo y se había quedado en mangas de camisa para “enseñarnos a nosotros, abrase visto el señorito”, cómo recoger la aceituna. “No, no utilicéis así la vara”, les había dicho. “ Quiero el mejor aceite de la campiña y para eso hay que mimar la aceituna y hacerlo desde el momento en que la recogemos”. Con sus manos se dispuso él mismo a realizar la ardua tarea aquel final de otoño para asombro de los allí presentes que lo habían visto crecer en la misa de los domingos, sentado siempre en el primer banco, vestido con su traje de lino y enfundado en zapatos caros de cuero que su madre le compraba en Sevilla.

Lo cierto es que acumulaba grandes ideas traídas del extranjero donde había visto cómo se valoraba el oro amarillo más allá de su uso como aderezo alimenticio sino también para servicio médico y como producto de belleza. Si algo le sobraba a su familia era dinero. Construyó el primer almacén de aderezo de aceitunas de toda la comarca para deleite del pueblo que empezó entonces a crecer.  Primero llegaron albañiles y encofradores de la capital y de otros pueblos limítrofes, luego los pintores y artesanos.  Alrededor del almacén crecía otra actividad, la de los talleres de fabricación de toneles, cubas, pipas, barriles o barreños que luego servirían para hacer reposar la aceituna de los   Fernández Carrión y la de la competencia que le siguió los pasos. A golpe de martillo, los artesanos daban forma a las duelas de castaño que El Señor hacía traer de Nápoles. No pasaba un detalle por alto y conocía a todos los que para él trabajaban. El despacho de su casa era un ir y venir de gente que nunca lo encontraban allí. Paseaba a caballo y charlaba con los faeneros olivareros de los caprichos del clima, supervisaba las obras del almacén y admiraba la faena cuidada de don Jacinto, el jefe de taller venido con su familia desde Málaga, que daba forma a las curvaturas de la madera y acabaría convirtiéndose en uno de sus grandes amigos. Al atardecer, de regreso a casa, las mujeres se asomaban al alfeizar de la ventana para verlo pasar. A nadie se le escapaba su éxito entre las mozas del pueblo. Tenía el porte atlético y la elegancia en los genes, el cabello acaracolado , más bien largo, color avellana. Una cara confiada, de frente ancha y ojos penetrantes.

La vida discurría activa en el pueblo. Llegaban familias enteras en busca de oportunidades. Pronto emergieron nuevas barriadas que crecían de la noche a la mañana en forma de casas bajas pintadas en blanca cal, adornadas por geranios y buganvillas. Los hombres trabajaban de sol a sol y se reunían en las tabernas al anochecer. Se escuchaba flamenco, se tomaba manzanilla y sobretodo se hablaba de cómo los jornaleros se estaban agitando en las grandes capitales. Corría el año 1919. De Barcelona llegaban noticias del parón en La Canadiense. La empresa eléctrica pretendía la bajada de salarios y los trabajadores, más participación en la empresa.  Un fuerte movimiento sindicalista y unos contrariados empresarios sacaron las armas .por respuesta y la situación se hizo insostenible en la capital catalana y en el resto de España.  La espiral de violencia y agitación social prendió con intensidad también en Andalucía. Pero el caos quedaba lejos del pueblo, donde la mayoría se sentían agradecidos hacia el Señorito y si alguno se quejaba, allí estaba Jacinto para recordarle que no hacía mucho no tenía un pan que llevarse a la boca.

Fue Jacinto quién informó al Señor de la muerte del maestro del pueblo cuando una tarde lo visitó para ver si por fin estaban las pipas terminadas. Las cuatro chiquillas de Jacinto correteaban por el taller, con el serrín asido a sus trenzas y el polvo descoloriendo sus sayas. “El viejo Leandro ha muerto, dicen que de borrachera”, “hace un mes que no hay clases y aquí las tengo, revoloteando todo el día”. Tres semanas más tarde llegó desde Sevilla doña Matilde Valenzuela, joven maestra, hija de militar, que respondió rápidamente al anuncio que el Señor hizo publicar en la prensa local. El padre Javier y la madre del hacendado la recibieron a pie de la estación de ferrocarril.
“Pude usted instalarse en mi parroquia señorita hasta que encuentre alojamiento”, “de eso nada monseñor”, se apresuró a contestar la señora. “Mi casa es grande y será un honor para mí y mi familia que se quede usted con nosotros, si a usted le parece bien, claro”. La timidez y juventud de la maestra, recién cumplidos los veintidós años, no le permitieron hacer frente a su valedora. No en vano, aquella rica señora la había escogido a ella entre una decena de candidatas con más experiencia que ella. “Algo habrá tenido que ver mi padre” pensó la única hija del conocido Teniente Pantaleón Valenzuela. “Gracias señora, espero no causarles molestia alguna”. Y así fue como Matilde entró en casa de los Fernández Carrión para no salir más,  pues el joven señorito se enamoró de ella nada más verla entrar por el patio de su casa. Los naranjos, limoneros y mandarinos, inundados de flores blancas, desplegaron toda su fragancia para recibirla y ni las lavandas, el romero, o los geranios ni la fuente central y el sonido alegre, fresco, de su agua saltarina podían competir con la gracia y belleza de aquella joven. Tal era su delicadeza que daban ganas de abrazarla y daba miedo abrazarla.
“Jesús, que flaca está esa  moza”, le había dicho Anita, la cocinera,  a la señora. “Eso lo arreglas tú echándole más morcillo al cocido, Anita”, dijo alegremente la señora a quién no se le había escapado la impresión que la joven había causado en su hijo.
Matilde Valenzuela tenía la elegancia de quién lo es sin saberlo. Era muy alta y su estatura imponente contrastaba con su fina voz, suave, tierna, apenas audible. Tenía unos tristes grandes ojos grises detrás de sus gafas. “Vista cansada”, le había dicho el oftalmólogo  y ella pensó en los años que llevaba leyendo libros a la luz del quinqué y que tanto la habían consolado en los contínuos traslados de su padre. Alicante, Murcia, Bilbao, Pontevedra, Madrid y por fin, Sevilla, dónde parecía que el militar iba a acabar retirándose. No tenía acento, lo cuál la hacía más lejana del resto de los mortales. Creció  bajo el mimo de su padre que dejaba la autoridad detrás de la puerta de la casa que quisiera que ocuparan. Su madre murió siendo ella pequeña, por infección pulmonar. Que ella supiera, no tenía más parientes que los que alguna vez  visitaron en Madrid, unos primos mayores y una vieja tía enemistada con su padre desde hacía tanto tiempo que ya ninguno recordaba el motivo. Estudió siempre en colegios de monjas, para señoritas y tuvo vocación temprana de maestra. Los chiquillos de más de un soldado a las órdenes de su padre habían aprendido a escribir con ella. Cuando lograba adaptarse a un nuevo lugar, tenían que irse otra vez. Jamás se quejó a su padre. Lo único que angustiaba a Matilde era esa tós, esos repentinos ataques de tós que con frecuencia la sorprendían y la ahogaban. Como su madre, Matilde era asmática.
El Señor se hizo con una nueva propiedad en el centro del pueblo y ordenó que se arreglara y acondicionara para su uso como nueva escuela. Hasta la fecha, el viejo Leandro utilizaba el corral de su casa para dar sus clases y eran pocos los niños que asistían. Cuando no estaban ayudando a sus familias en el campo, el maestro se encontraba indispuesto y esto había sucedido con frecuencia pues sonadas eran sus borracheras. En apenas un mes, la vieja casa adquirida por el hacendado se abrió para todos los niños del pueblo.
Más de un día salió Matilde a caballo en busca de los niños que faenaban en el campo. Fue tal su insistencia que El Señor, amenazó con descontar jornal a quién no llevara a sus hijos al colegio. A Matilde era imposible no quererla. El Señor y ella se casaron meses después y a su boda acudió el pueblo entero junto a ilustres invitados venidos de la capital y a una destacada representación militar. No tuvieron luna de miel, ya vivían en ella. Los negocios del Señor marchaban viento en popa. El almacén del hacendado ya funcionaba a pleno rendimiento y contaba con medio centenar de mujeres en el arte de deshuesar y rellenar las aceitunas pues sus manos pequeñas y ágiles eran más apropiadas que las de los hombres para estos menesteres. El Señor planeaba un viaje a México para negociar la entrada de su producto en ultramar. Había podido realizar interesantes contactos en una de las tantas cenas a las que asistía, ahora con Matilde, en Sevilla o más tardíamente en Madrid.
"Aprovecharemos el viaje mi amor por esa luna de miel que no hemos hecho", le habló tiernamente a Matilde mientras enlazaba su mano con la de ella. "No va a poder ser", sonrió ella.
"¿Es por la escuela?, buscaremos un suplente en tu ausencia. Además el verano está a la vuelta de la esquina". Matilde clavó el gris de sus ojos en el verde de los suyos y llevó la mano fuerte y morena de su esposo a su vientre todavía liso. "Dios mío" gritó alegremente y la levantó en volandas para abrazarla con fuerza después. Matilde no dejó de dar clases ni un sólo día durante los meses de embarazo, sólo la tos la agobiaba de vez en cuando y aunque el médico de los Fernández Carrión recomendó reposo no fue el asma lo que dejó a mi abuelo sin madre sino un parto complicado que acabó con una hemorragia severa y dejó seco el corazón del hacendado para siempre.
El luto vistió la casa, Anita dejó de preparar dulces y los padres del Señor se instalaron en Huelva tan pronto llegó Fernanda y se ocupó del niño y partió el señor a México.
"y ¿cómo se llama el niño?" habia preguntado tímidamente Fernanda. Se lo dijo Anita, para ella doña Ana, mientras le preparaba un tazón de puchero. "Deberás alimentarte bien para criar al hijo del señor" le dijo muy seria  Anita que no podía creer como la felicidad y la amargura habían salido y entrado tan rápido en aquella casa. "Se llama Pantaleón, tómate el puchero niña". Pantaleón Fernandez Carrión Valenzuela,  así lo había querido en vida su madre, en honor al abuelo militar quién tras enterrar a su hija se disparó a bocajarro en la habitación de invitados de la casa.







viernes, 4 de mayo de 2012

Ahora corren buenos tiempos para mi. Llegará ese día.

ilustración de Mónica Carretero


Sonará un portazo y una de vosotras se refugiará en la intimidad de su habitación con la fuerza de un adolescente corazón que no entenderá por qué mamá no me deja salir hasta más tarde, por qué no puedo irme de fin de semana con unos amigos que no serán los más adecuados, llegarán las temidas notas y los “no quiero ir de vacaciones con vosotros”. Llegarán esos días. Saldréis las dos un día de casa con la melena resuelta y los ojos vibrantes, con todo por hacer, con hambre de mundo, sin miedo, con fuerza. Llegará ese día.

Mientras, ahora corren buenos tiempos para mí, porque llenáis mi vida de risas, me empacháis de besos, no me faltan nunca abrazos y sois decididamente mi hogar. Dos razones de peso que me tiran de la cama cada mañana. En el desorden de vuestros juegos, en el alboroto de las comidas, en nuestros pequeños ahora desencuentros por eso de “poneos las zapatillas, cepillaos los dientes, vamos, vestiros rápido que llegamos tarde, comparte con tu hermana o por favor dejad de poneros mis pinturas ¡y mis zapatos!.... niñaaaaaaas!!!!, me hacéis desorbitadamente feliz.
Llegará el día que soltaré vuestras manos, vuestras pequeñas manos, casi iguales siempre entrelazadas a las mías, una a cada lado. Al cole, de compras, de paseo, para ir a la cama, siempre entrelazadas. Llegará ese día.  Cuando os deis cuenta de que mami no lo sabe todo, tiene miedos, retos sin alcanzar, cuando sepáis que mami también se equivoca, sabed simplemente que os quiero muchísimo y que me hacéis fácil la difícil tarea de ser madre.

Llegará el día en el que tenga tiempo de leer un libro sin interrupción, en el que vuelva a levantarme de la cama cuando me despierte, que no tendré que romperme la cabeza con menús nutritivos, se me olvidarán de nuevo las tablas de multiplicar y podré ver cine en vez de a bob espona. No tendré que pintar las paredes de casa cada año y los armarios estarán impecables, seguro que no me desesperaré al tropezarme con veinte pin y pons en la escalera y volveré a viajar. Entonces, ese día, seguro, echaré de menos éste.
Por eso, ahora que sois tan pequeñas y que sé aunque no deba que habéis escondido vuestros regalos para el día de la madre debajo de la cama “que no debes limpiar, mami”, que no cambio arroparos cada noche por nada del mundo. Sois, las dos, el mejor regalo del mundo